Como se observa, la
Sociedad del conocimiento poco a poco nos impone nuevas formas de
vida donde la división clásica entre el mundo del estudio y el mundo
del trabajo está dejando de tener sentido. La idea de que existe un
tiempo para la formación (en las universidades), en la que
adquirimos el conocimiento necesario para trabajar y desempeñarnos
profesionalmente no se mantiene hoy en día. La formación inicial es
una formación básica que nos permite empezar a desenvolvernos en el
mundo laboral, donde la diversificación se impone a través de los
cambios, con el transcurso del tiempo profesiones tradicionales
cambiarán sus modos de producción y otras nuevas surgirán. Por otra
parte, el incremento exponencial del conocimiento hace que lo que
aprendemos en la formación inicial tenga una fecha de caducidad
fijada. Como decía Delors (1995) en su informe, es que ya no
basta con que cada individuo acumule al comienzo de su vida una
reserva de conocimientos a la que podrá recurrir después sin
límites. Sobre todo, debe estar en condiciones de aprovechar y
utilizar durante toda la vida cada oportunidad que se le presente de
actualizar, profundizar y enriquecer ese primer saber y de adaptarse
a un mundo en permanente cambio.
La necesidad de
aprender a lo largo de toda la vida se ha convertido en un lema
cotidiano. Zabalza hablaba de que hemos convertido "la agradable
experiencia de aprender algo nuevo cada día, en un inexcusable
principio de supervivencia" (Zabalza, 2000, p.165). Y en nuestro
contexto, las estructuras y procesos que facilitan ese aprendizaje
toman el nombre de formación. En otro tiempo uno se formaba para
toda una vida, hoy día nos pasamos la vida formándonos. Y la
formación se nos aparece como el dispositivo que empleamos para
adaptar la formación de base que hemos adquirido (educación
secundaria, universitaria, profesional, etc.) a nuestras necesidades
o las de la empresa en la que trabajemos