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ACTIVIDAD UNIDAD 3 (2): Competencia Digital para gestionar la Sobrecarga Informativa - 479 views

eduPLEmooc Unidad3 sobrecarga-informativa competencia-digital information-overload
  • Jonas Torres
     
    Estimados colegas,
    Creo que el manejar tanta información es imposible, pero podemos organizarla para tenerla a la mano cuando nos sea útil. El uso de estas herramientas que estamos conociendo puede apoyarnos para tener una mejor claridad sobre el mundo virtual en que cada día somos presas fáciles. Así que gracias por mostrarnos la ruta y espero que pueda seguirlos.
Jonas Torres

USO DE LAS TIC'S EN LOS LABORATORIOS DE FÍSICA PARA LA GENERACIÓN DE NUEVAS P... - 1 views

started by Jonas Torres on 27 Jan 14 no follow-up yet
  • Jonas Torres
     
    La discusión en los laboratorios de ciencias con el uso de sensores y multimedios es escasa o nula, las causas son diversas, una de ellas es que se requiere desarrollar en los docentes las habilidades para poder utilizarlos y otra es que los alumnos no están familiarizados en la captura e interpretación de gráficas y modelos matemáticos usando estos medios. Por otro lado, generalmente no existen materiales adecuados y organizados para poder enseñar los conceptos que se discuten en los laboratorios de ciencias experimentales en general.
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ACTIVIDAD UNIDAD 3: Competencia Digital para gestionar la Sobrecarga Informativa - 1298 views

eduPLEmooc Unidad3 sobrecarga-informativa competencia-digital information-overload
  • Jonas Torres
     
    En la actualidad el uso de la tecnología ha penetrado todos los ámbitos del quehacer humano. en particular, el uso de la computadora e internet es útil a todos los niveles, la educación no es la excepción y tener acceso a dichas herramientas o por lo menos ser un buen usuario es una competencia básica. por lo que se pretende incorporar en la planeación docente de profesores de física, el uso de internet mediante una red inalámbrica de acceso restringido dentro de los laboratorios. con esto se compartirán e incorporara videos, animaciones, simulaciones, imágenes, textos, plataformas educativas, páginas web, redes sociales, etc., a las actividades docentes, ayudando a desarrollar competencias informáticas entre los profesores mediante el trabajo colaborativo y el uso de rubricas de desempeño al utilizar estos recursos. además, se desarrollaran propuestas de enseñanza-aprendizaje de la física con los estudiantes, permitiendo la validación de los materiales diseñados mediante la misma red interna. cabe mencionar que actualmente se encuentra en su fase de prueba debido a que existe una limitante en la velocidad de transmisión de la red inalámbrica obstáculo que será superado usando una red alámbrica para aumentar la velocidad de 10 gb/s, 200 veces más rápido y ampliar recursos como video conferencias, laboratorios virtuales y la vinculación con otras unidades académicas que se encuentran en otros estados del país.
  • Jonas Torres
     
    Con el uso de la plataforma educativa moodle, se llevó a cabo un estudio comparativo entre dos grupos de estudiantes que cursan la materia de física, en el programa de propedéutico de la UACh. Son estudiantes de alrededor de 18 años de edad, que ya terminaron la preparatoria y llevan un año de propedéutico como requisito para ingresar a las especialidades. El estudio muestra cómo el uso de las nuevas tecnologías puede apoyar el proceso enseñanza-aprendizaje de conceptos de física en los Centros Regionales. Se trabajó el primer grupo con actividades en el aula-laboratorio de manera tradicional y en el segundo, se seleccionaron estudiantes de propedéutico de los Centros Regionales fuera del campus de la UACh y se trabajó con ellos el mismo curso y al mismo tiempo a distancia, con la plataforma moodle. El estudio se diseñó en cuatro secciones: la primera, define el marco teórico y el modelo didáctico; la segunda, muestra las similitudes y diferencias mediante una evaluación integral de los dos grupos; la tercera hace un análisis sobre la información recopilada y finalmente, la cuarta sección ofrece información sobre, cómo la educación a distancia es una alternativa para implementar en los Centros Regionales, con bajo costo y de alta calidad. Por lo que, el trabajo es una refererencia académica para mejorar el proceso enseñanza-aprendizaje de conceptos de física en la Universidad Autónoma Chapingo (UACh).
    Palabras clave: Física, plataforma moodle y propedéutico.
    jonasteacher.wordpress.com
  • Jonas Torres
     
    Preguntas para una nueva educación
    William Ospina
    Cada cierto tiempo circula por las redacciones de los diarios una noticia según la cual muchos jóvenes ingleses no creen que Winston Churchill haya existido, y muchos jóvenes norteamericanos piensan que Beethoven es simplemente el nombre de un perro o Miguel Angel el de un virus informático. Hace poco tuve una larga conversación con un joven de veinte años que no sabía que los humanos habían llegado a la luna, y creyó que yo lo estaba engañando con esa noticia.
    Estos hechos llaman la atención por sí mismos, pero sobre todo por la circunstancia de que pensamos que nunca en la historia hubo una humanidad mejor informada. En nuestro tiempo recibimos día y noche altas y sofisticadas dosis de información y de conocimiento: ver la televisión es asistir a una suerte de aula luminosa donde se nos trasmiten sin cesar toda suerte de datos sobre historia y geografía, ciencias naturales y tradiciones culturales; continuamente se nos enseña, se nos adiestra y se nos divierte; nunca fue, se dice, tan entretenido aprender, tan detallada la información, tan cuidadosa la explicación. Pero ¿será que ocurre con la sociedad de la información lo que decía Estanislao Zuleta de la sociedad industrial, que la caracteriza la mayor racionalidad en el detalle y la mayor irracionalidad en el conjunto?
    Podemos saberlo todo de cómo se construyó la presa de las tres gargantas en China, de cómo se hace el acero que sostiene los rascacielos de Chicago, de cómo fue el proceso de la Revolución Industrial, de cómo fue el combate de Rommel y Patton por las dunas de África. ¿Por qué a veces sentimos también que no ha habido una época tan frívola y tan ignorante como ésta, que nunca han estado las muchedumbres tan pasivamente sujetas a las manipulaciones de la información, que pocas veces hemos sabido menos del mundo?
    Nada es más omnipresente que la información, pero hay que decir que los medios tejen cotidianamente sobre el mundo algo que tendríamos que llamar "la telaraña de lo infausto". El periodismo está hecho sobre todo para contarnos lo malo que ocurre, de manera que si un hombre sale de su casa, recorre la ciudad, cumple todos sus deberes, y vuelve apaciblemente a los suyos al atardecer, eso no producirá ninguna noticia. El cubrimiento periodístico suele tender, sobre el planeta, la red fosforescente de las desdichas, y lo que menos se cuenta es lo que sale bien. Nada tendrá tanta publicidad como el crimen, tanta difusión como lo accidental, nada será más imperceptible que lo normal. En otros tiempos, la humanidad no contaba con el millón de ojos de mosca de los medios zumbando desvelados sobre las cosas, y es posible que ninguna época de la historia haya vivido tan asfixiada como esta por la acumulación de evidencias atroces sobre la condición humana. Ahora todo quiere ser espectáculo, la arquitectura quiere ser espectáculo, la caridad quiere ser espectáculo, la intimidad quiere ser espectáculo, y una parte inquietante de ese espectáculo es la caravana de las desgracias planetarias.
    Nuestro tiempo es paradójico y apasionante, y de él podemos decir lo que Oscar Wilde decía de ciertos doctores: "lo saben todo pero es lo único que saben". El periodismo no nos ha vuelto informados sino noveleros; la propia dinámica de su labor ha hecho que las cosas sólo nos interesen por su novedad: si no ocurrieron ayer sino anteayer ya no tienen la misma importancia.
    Por otra parte, la humanidad cuenta con un océano de memoria acumulada; al alcance de los dedos y de los ojos hay en los últimos tiempos un depósito universal de conocimiento, y parecería que casi cualquier dato es accesible; sin embargo tal vez nunca había sido tan voluble nuestra información, tan frágil nuestro conocimiento, tan dudosa nuestra sabiduría. Ello demuestra que no basta la información: se requiere un sistema de valores y un orden de criterios para que ese ilustre depósito de memoria universal sea algo más que una sentina de desperdicios.
    Es verdad que solemos descargar el peso de la educación en el llamado sistema escolar, olvidando el peso que en la educación tienen la familia, los medios de comunicación y los dirigentes sociales. Hoy, cuando todo lo miden sofisticados sondeos de opinión, deberíamos averiguar cuánto influyen para bien y para mal la constancia de los medios y la conducta de los líderes en el comportamiento de los ciudadanos.
    Cuenta Gibbon en la "Declinación y caída del Imperio Romano" que, cuando en Roma existía el poder absoluto, en tiempos de los emperadores, dado que en cada ser humano prima siempre un carácter, con cada emperador subía al trono una pasión que por lo general era un vicio: con Tiberio subió la perfidia, con Calígula subió la crueldad, con Claudio subió la pusilanimidad, con Nerón subió el narcismo criminal, con Galba la avaricia, con Otón la vanidad, y así se sucedían en el trono de Roma los vicios, hasta que llegó Vitelio y con él se extendió sobre Roma la enfermedad de la gula. Pero curiosamente un día llegó al trono Nerva, y con él se impuso la moderación, lo sucedió Trajano y con él ascendió la justicia, lo sucedió Adriano y con él reinó la tolerancia, llegó Antonino Pío y con él la bondad, y finalmente con Marco Aurelio gobernó la sabiduría, de modo que así como se habían sucedido los vicios, durante un siglo se sucedieron las virtudes en el trono de Roma. Tal era en aquellos tiempos, al parecer, el poder del ejemplo, el peso pedagógico de la política sobre la sociedad.
    En nuestro tiempo el poder del ejemplo lo tienen los medios de comunicación: son ellos los que crean y destruyen modelos de conducta. Pero lo que rige su interés no es necesariamente la admiración por la virtud ni el respeto por el conocimiento. No son la cordialidad de Whitman, la universalidad de Leonardo, la perplejidad de Borges, la elegante claridad de pensamiento de Oscar Wilde, la pasión de crear de Picasso o de Basquiat, o el respeto de Pierre Michon por la compleja humanidad de la gente sencilla, lo que gobierna nuestra época sino el deslumbramiento ante la astucia, la fascinación ante la extravagancia, el sometimiento ante los modelos de la fama o la opulencia. Podemos admirar la elocuencia y ciertas formas de la belleza, pero admiramos más la fuerza que la lucidez, más los ejemplos de ostentación que los ejemplos de austeridad, más los golpes bruscos de la suerte que los frutos de la paciencia o de la disciplina.
    Quiero recordar ahora unos versos de T. S. Eliot: "¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir? ¿Dónde la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información? Veinte siglos de historia humana nos alejan de Dios y nos aproximan al polvo". Es verdad que vivimos en una época que aceleradamente cambia costumbres por modas, conocimiento por información, y saberes por rumores, a tal punto que las cosas ya no existen para ser sabidas sino para ser consumidas. Hasta la información se ha convertido en un dato que se tiene y se abandona, que se consume y se deja. No sólo hay una estrategia de la provisión sino una estrategia del desgaste, pues ya se sabe que no sólo hay que usar el vaso, hay que destruirlo inmediatamente. La publicidad tiene previsto que veremos los anuncios comerciales pero también que los olvidaremos: por eso las pautas son tan abundantes. Por la lógica misma de los medios modernos, bastaría que un gran producto dejara de anunciarse, aunque tenga una tradición de medio siglo, y las ventas bajarían considerablemente.
    "Todo sucede y nada se recuerda en esos gabinetes cristalinos", dice un poema de Jorge Luis Borges que habla de los espejos. Podemos decir lo mismo de las pantallas que llenan el mundo. Y corresponderá tal vez a la psicología o a la neurología descubrir si los medios audiovisuales sí tienen esa capacidad pedagógica que se les atribuye, o si pasa con ellos lo mismo que con los sueños del amanecer, que después de habernos cautivado intensamente, se borran de la memoria con una facilidad asombrosa. Pero el propósito principal de la programación de televisión, por mucho contenido pedagógico que tenga, no es pedagógico sino comercial, y lo mismo ocurre ahora con la industria editorial: así los bienes que comercialicen sean bienes culturales, su lógica es la lógica del consumo, y por ello les interesan por igual los malos libros que los buenos, no siempre hay un criterio educativo en su trabajo. Un pésimo libro que se venda bien, a lo sumo puede ser justificado como un momento que ayudará a atenuar las pérdidas de los buenos libros que se venden mal.
    La inevitable conclusión es que las cosas demasiado gobernadas por el lucro no pueden educarnos, porque están dispuestas a ofrecernos incluso cosas que atenten contra nuestra inteligencia si el negocio se salva con ellas, del mismo modo que las industrias de alimentos y de golosinas están dispuestas a ofrecernos cosas ligeramente malsanas si el negocio lo justifica. Tendría que haber alguna instancia que nos ayude a escoger con criterio y con responsabilidad, y es entonces cuando nos volvemos hacia el sistema escolar con la esperanza de que sea allí donde actúan las fuerzas que nos ayudarán a resistir esta mala fiebre de información irresponsable, de conocimiento indigesto, de alimentos onerosos, de pasatiempos dañinos.
    A lo largo de la vida entera aprendemos, y si bien los años que vamos a la escuela son decisivos, al llegar a ella ya han ocurrido algunas cosas que serán definitivas en nuestra formación, y después de salir, toda la vida tendremos que seguir formándonos. Yo a veces hasta he llegado a pensar que no vamos a la escuela tanto a recibir conocimientos cuanto a aprender a compartir la vida con otros, a conseguir buenos amigos y buenos hábitos sociales. Suena un poco escandaloso pensar que vamos a la escuela a conseguir amigos antes que a conseguir conocimientos, y no puede decirse tan categóricamente, pero hay una anécdota que siempre me pareció valiosa. El poeta romántico Percy Bysshe Shelley, que perdió la vida por empeñarse en navegar en medio de una tormenta en la bahía de Spezia, fue siempre un hombre rebelde y solitario. Se dice que después de su muerte su mujer, Mary Wollstonecraft, llevó a los hijos de ambos a un colegio en Inglaterra, y al llegar preguntó cuáles eran los criterios de la educación en esa institución: "Aquí enseñamos a los niños a creer en sí mismos", le dijeron. "Oh, dijo ella, eso fue lo que hizo siempre su pobre padre. Yo preferiría que los enseñaran a convivir con los demás".
    A veces me pregunto si la educación que trasmite nuestro sistema educativo no es a veces demasiado competitiva, hecha para reforzar la idea de individuo que forjó y ha fortalecido la modernidad. Todo nuestro modelo de civilización reposa sobre la idea de que el hombre es la medida de todas las cosas, de que somos la especie superior de la naturaleza y que nuestro triunfo consistió precisamente en la exaltación del individuo como objetivo último de la civilización. En estos días me llamó la atención ver que las pruebas universitarias tienden a fortalecer sus instrumentos para detectar cuándo los alumnos que están presentando sus exámenes cometen el pecado de aliarse con otros para responder, y copian las respuestas. Pero tantas veces en la vida necesitamos de los otros, que pensé que también debería concederse algún valor a la capacidad de aliarse con los demás. ¿Por qué tiene que ser necesariamente un error o una transgresión que el que no sabe una respuesta busque alguien que la sepa? Conozco bien la respuesta que nos daría el profesor: en ciertos casos específicos estamos evaluando lo que el alumno ha aprendido, no lo que ha aprendido su vecino, y no podemos estimular la pereza ni la utilización oportunista del saber del otro. Todo eso está muy bien, pero no sé si se desaprovecha para fines educativos la capacidad de ser amigos, de ser compañeros e incluso de ser cómplices. Y dado que todo lo que se memoriza finalmente se olvida, más vale enseñar procedimientos y maneras de razonar que respuestas que puedan ser copiadas.
    Todo eso nos lleva a la pregunta de lo que es verdaderamente saber. A veces es algo que tiene que ver con la memoria, a veces, con la destreza, a veces, con la recursividad. Si los estudiantes tienen que dar, todos, la misma respuesta, es fácil que haya quienes copien la del vecino. Pero ello sólo es posible en el marco de modelos que uniformizan el saber como un producto igual para todos, y eso sólo vale para lo que llamaríamos las ciencias cuantitativas. Uno y uno deben ser dos, y la suma de los ángulos interiores de un triángulo debe ser igual a dos rectos en cualquier lugar de la galaxia. Pero también es posible contrariar imaginativamente esas verdades, y el arte de la pedagogía debe ser capaz de hacerlo sin negarlas. La tesis elemental de que uno es igual a uno sólo funciona en lo abstracto. Sólo en abstracto una mesa es igual a otra mesa, una vaca igual a otra vaca, un hombre igual a otro hombre. No hay el mismo grado de verdad cuando pasamos de lo general a lo particular: un árbol es igual a otro árbol en abstracto, pero un pino no es igual a una ceiba, una flor de jacarandá no es igual a una flor de madreselva, y si pretendemos que un perro es igual a otro perro, nos veremos en dificultades para demostrar que un gran danés es igual a un chihuahua.
    Y en cuanto a los humanos, la cosa se complica tanto que las verdades de la estadística no pueden eclipsar las verdades de la psicología o de la estética. Un hombre debe ser igual a otro hombre en las oportunidades y en los derechos, pero también es importante que sea distinto. Un hombre y un hombre posiblemente sean dos hombres, pero recuerdo ahora una frase de Chesterton, llena de conocimiento del mundo y de poder simbólico. "Dicen que uno y uno son dos, decía Chesterton, pero el que ha conocido el amor y el que ha conocido la amistad sabe que uno y uno no son dos, sabe que uno y uno son mil veces uno". Cuando tenemos dos seres humanos juntos tenemos la posibilidad de que se enfrenten y se neutralicen, tenemos la posibilidad de que se alíen, tenemos la posibilidad de que cada uno de ellos transforme al otro, tenemos incluso la posibilidad de que se multipliquen. Para este fin no nos sirven las simples verdades de la aritmética ni las comunes verdades de la estadística.
    A veces la educación no está hecha para que colaboremos con los otros sino para que siempre compitamos con ellos, y nadie ignora que hay en el modelo educativo una suerte de lógica del derby, a la que sólo le interesa quién llegó primero, quién lo hizo mejor, y casi nos obliga a sentir orgullo de haber dejado atrás a los demás.(Cuando yo iba al colegio, se nos formaba en el propósito de ser los mejores del curso. Yo casi nunca lo conseguí, y tal vez hoy me sentiría avergonzado de haber hecho sentir mal a mis compañeros, ya que por cada alumno que es el primero varias decenas quedan relegados a cierta condición de inferioridad. ¿Sí será la lógica deportiva del primer lugar la más conveniente en términos sociales? Lo pregunto sobre todo porque no toda formación tiene que buscar individuos superiores, hay por lo menos un costado de la educación cuyo énfasis debería ser la convivencia y la solidaridad antes que la rivalidad y la competencia.
    Pero esto nos lleva a lo que he empezado a considerar más importante. Yo no dudo que todos aspiramos, si no a ser los mejores, por lo menos a ser excelentes en nuestros respectivos oficios. A eso se lo llama en la jerga moderna ser competentes, con lo cual ya se introduce el criterio de rivalidad como el más importante en el proceso de formación. La lógica darwiniana se ha apoderado del mundo. Se supone que así como ese diminuto espermatozoide que fuimos se abrió camino entre un millón para ser el único que lograra fecundar aquel óvulo, debemos avanzar por la vida siendo siempre el privilegiado ganador de todas las carreras. Y en este momento advierto que hasta la palabra carrera, para aludir a las disciplinas escolares, parece postular esa competencia incesante.
Jonas Torres

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  • Jonas Torres
     
    Preguntas para una nueva educación
    William Ospina
    Cada cierto tiempo circula por las redacciones de los diarios una noticia según la cual muchos jóvenes ingleses no creen que Winston Churchill haya existido, y muchos jóvenes norteamericanos piensan que Beethoven es simplemente el nombre de un perro o Miguel Angel el de un virus informático. Hace poco tuve una larga conversación con un joven de veinte años que no sabía que los humanos habían llegado a la luna, y creyó que yo lo estaba engañando con esa noticia.
    Estos hechos llaman la atención por sí mismos, pero sobre todo por la circunstancia de que pensamos que nunca en la historia hubo una humanidad mejor informada. En nuestro tiempo recibimos día y noche altas y sofisticadas dosis de información y de conocimiento: ver la televisión es asistir a una suerte de aula luminosa donde se nos trasmiten sin cesar toda suerte de datos sobre historia y geografía, ciencias naturales y tradiciones culturales; continuamente se nos enseña, se nos adiestra y se nos divierte; nunca fue, se dice, tan entretenido aprender, tan detallada la información, tan cuidadosa la explicación. Pero ¿será que ocurre con la sociedad de la información lo que decía Estanislao Zuleta de la sociedad industrial, que la caracteriza la mayor racionalidad en el detalle y la mayor irracionalidad en el conjunto?
    Podemos saberlo todo de cómo se construyó la presa de las tres gargantas en China, de cómo se hace el acero que sostiene los rascacielos de Chicago, de cómo fue el proceso de la Revolución Industrial, de cómo fue el combate de Rommel y Patton por las dunas de África. ¿Por qué a veces sentimos también que no ha habido una época tan frívola y tan ignorante como ésta, que nunca han estado las muchedumbres tan pasivamente sujetas a las manipulaciones de la información, que pocas veces hemos sabido menos del mundo?
    Nada es más omnipresente que la información, pero hay que decir que los medios tejen cotidianamente sobre el mundo algo que tendríamos que llamar "la telaraña de lo infausto". El periodismo está hecho sobre todo para contarnos lo malo que ocurre, de manera que si un hombre sale de su casa, recorre la ciudad, cumple todos sus deberes, y vuelve apaciblemente a los suyos al atardecer, eso no producirá ninguna noticia. El cubrimiento periodístico suele tender, sobre el planeta, la red fosforescente de las desdichas, y lo que menos se cuenta es lo que sale bien. Nada tendrá tanta publicidad como el crimen, tanta difusión como lo accidental, nada será más imperceptible que lo normal. En otros tiempos, la humanidad no contaba con el millón de ojos de mosca de los medios zumbando desvelados sobre las cosas, y es posible que ninguna época de la historia haya vivido tan asfixiada como esta por la acumulación de evidencias atroces sobre la condición humana. Ahora todo quiere ser espectáculo, la arquitectura quiere ser espectáculo, la caridad quiere ser espectáculo, la intimidad quiere ser espectáculo, y una parte inquietante de ese espectáculo es la caravana de las desgracias planetarias.
    Nuestro tiempo es paradójico y apasionante, y de él podemos decir lo que Oscar Wilde decía de ciertos doctores: "lo saben todo pero es lo único que saben". El periodismo no nos ha vuelto informados sino noveleros; la propia dinámica de su labor ha hecho que las cosas sólo nos interesen por su novedad: si no ocurrieron ayer sino anteayer ya no tienen la misma importancia.
    Por otra parte, la humanidad cuenta con un océano de memoria acumulada; al alcance de los dedos y de los ojos hay en los últimos tiempos un depósito universal de conocimiento, y parecería que casi cualquier dato es accesible; sin embargo tal vez nunca había sido tan voluble nuestra información, tan frágil nuestro conocimiento, tan dudosa nuestra sabiduría. Ello demuestra que no basta la información: se requiere un sistema de valores y un orden de criterios para que ese ilustre depósito de memoria universal sea algo más que una sentina de desperdicios.
    Es verdad que solemos descargar el peso de la educación en el llamado sistema escolar, olvidando el peso que en la educación tienen la familia, los medios de comunicación y los dirigentes sociales. Hoy, cuando todo lo miden sofisticados sondeos de opinión, deberíamos averiguar cuánto influyen para bien y para mal la constancia de los medios y la conducta de los líderes en el comportamiento de los ciudadanos.
    Cuenta Gibbon en la "Declinación y caída del Imperio Romano" que, cuando en Roma existía el poder absoluto, en tiempos de los emperadores, dado que en cada ser humano prima siempre un carácter, con cada emperador subía al trono una pasión que por lo general era un vicio: con Tiberio subió la perfidia, con Calígula subió la crueldad, con Claudio subió la pusilanimidad, con Nerón subió el narcismo criminal, con Galba la avaricia, con Otón la vanidad, y así se sucedían en el trono de Roma los vicios, hasta que llegó Vitelio y con él se extendió sobre Roma la enfermedad de la gula. Pero curiosamente un día llegó al trono Nerva, y con él se impuso la moderación, lo sucedió Trajano y con él ascendió la justicia, lo sucedió Adriano y con él reinó la tolerancia, llegó Antonino Pío y con él la bondad, y finalmente con Marco Aurelio gobernó la sabiduría, de modo que así como se habían sucedido los vicios, durante un siglo se sucedieron las virtudes en el trono de Roma. Tal era en aquellos tiempos, al parecer, el poder del ejemplo, el peso pedagógico de la política sobre la sociedad.
    En nuestro tiempo el poder del ejemplo lo tienen los medios de comunicación: son ellos los que crean y destruyen modelos de conducta. Pero lo que rige su interés no es necesariamente la admiración por la virtud ni el respeto por el conocimiento. No son la cordialidad de Whitman, la universalidad de Leonardo, la perplejidad de Borges, la elegante claridad de pensamiento de Oscar Wilde, la pasión de crear de Picasso o de Basquiat, o el respeto de Pierre Michon por la compleja humanidad de la gente sencilla, lo que gobierna nuestra época sino el deslumbramiento ante la astucia, la fascinación ante la extravagancia, el sometimiento ante los modelos de la fama o la opulencia. Podemos admirar la elocuencia y ciertas formas de la belleza, pero admiramos más la fuerza que la lucidez, más los ejemplos de ostentación que los ejemplos de austeridad, más los golpes bruscos de la suerte que los frutos de la paciencia o de la disciplina.
    Quiero recordar ahora unos versos de T. S. Eliot: "¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir? ¿Dónde la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información? Veinte siglos de historia humana nos alejan de Dios y nos aproximan al polvo". Es verdad que vivimos en una época que aceleradamente cambia costumbres por modas, conocimiento por información, y saberes por rumores, a tal punto que las cosas ya no existen para ser sabidas sino para ser consumidas. Hasta la información se ha convertido en un dato que se tiene y se abandona, que se consume y se deja. No sólo hay una estrategia de la provisión sino una estrategia del desgaste, pues ya se sabe que no sólo hay que usar el vaso, hay que destruirlo inmediatamente. La publicidad tiene previsto que veremos los anuncios comerciales pero también que los olvidaremos: por eso las pautas son tan abundantes. Por la lógica misma de los medios modernos, bastaría que un gran producto dejara de anunciarse, aunque tenga una tradición de medio siglo, y las ventas bajarían considerablemente.
    "Todo sucede y nada se recuerda en esos gabinetes cristalinos", dice un poema de Jorge Luis Borges que habla de los espejos. Podemos decir lo mismo de las pantallas que llenan el mundo. Y corresponderá tal vez a la psicología o a la neurología descubrir si los medios audiovisuales sí tienen esa capacidad pedagógica que se les atribuye, o si pasa con ellos lo mismo que con los sueños del amanecer, que después de habernos cautivado intensamente, se borran de la memoria con una facilidad asombrosa. Pero el propósito principal de la programación de televisión, por mucho contenido pedagógico que tenga, no es pedagógico sino comercial, y lo mismo ocurre ahora con la industria editorial: así los bienes que comercialicen sean bienes culturales, su lógica es la lógica del consumo, y por ello les interesan por igual los malos libros que los buenos, no siempre hay un criterio educativo en su trabajo. Un pésimo libro que se venda bien, a lo sumo puede ser justificado como un momento que ayudará a atenuar las pérdidas de los buenos libros que se venden mal.
    La inevitable conclusión es que las cosas demasiado gobernadas por el lucro no pueden educarnos, porque están dispuestas a ofrecernos incluso cosas que atenten contra nuestra inteligencia si el negocio se salva con ellas, del mismo modo que las industrias de alimentos y de golosinas están dispuestas a ofrecernos cosas ligeramente malsanas si el negocio lo justifica. Tendría que haber alguna instancia que nos ayude a escoger con criterio y con responsabilidad, y es entonces cuando nos volvemos hacia el sistema escolar con la esperanza de que sea allí donde actúan las fuerzas que nos ayudarán a resistir esta mala fiebre de información irresponsable, de conocimiento indigesto, de alimentos onerosos, de pasatiempos dañinos.
    A lo largo de la vida entera aprendemos, y si bien los años que vamos a la escuela son decisivos, al llegar a ella ya han ocurrido algunas cosas que serán definitivas en nuestra formación, y después de salir, toda la vida tendremos que seguir formándonos. Yo a veces hasta he llegado a pensar que no vamos a la escuela tanto a recibir conocimientos cuanto a aprender a compartir la vida con otros, a conseguir buenos amigos y buenos hábitos sociales. Suena un poco escandaloso pensar que vamos a la escuela a conseguir amigos antes que a conseguir conocimientos, y no puede decirse tan categóricamente, pero hay una anécdota que siempre me pareció valiosa. El poeta romántico Percy Bysshe Shelley, que perdió la vida por empeñarse en navegar en medio de una tormenta en la bahía de Spezia, fue siempre un hombre rebelde y solitario. Se dice que después de su muerte su mujer, Mary Wollstonecraft, llevó a los hijos de ambos a un colegio en Inglaterra, y al llegar preguntó cuáles eran los criterios de la educación en esa institución: "Aquí enseñamos a los niños a creer en sí mismos", le dijeron. "Oh, dijo ella, eso fue lo que hizo siempre su pobre padre. Yo preferiría que los enseñaran a convivir con los demás".
    A veces me pregunto si la educación que trasmite nuestro sistema educativo no es a veces demasiado competitiva, hecha para reforzar la idea de individuo que forjó y ha fortalecido la modernidad. Todo nuestro modelo de civilización reposa sobre la idea de que el hombre es la medida de todas las cosas, de que somos la especie superior de la naturaleza y que nuestro triunfo consistió precisamente en la exaltación del individuo como objetivo último de la civilización. En estos días me llamó la atención ver que las pruebas universitarias tienden a fortalecer sus instrumentos para detectar cuándo los alumnos que están presentando sus exámenes cometen el pecado de aliarse con otros para responder, y copian las respuestas. Pero tantas veces en la vida necesitamos de los otros, que pensé que también debería concederse algún valor a la capacidad de aliarse con los demás. ¿Por qué tiene que ser necesariamente un error o una transgresión que el que no sabe una respuesta busque alguien que la sepa? Conozco bien la respuesta que nos daría el profesor: en ciertos casos específicos estamos evaluando lo que el alumno ha aprendido, no lo que ha aprendido su vecino, y no podemos estimular la pereza ni la utilización oportunista del saber del otro. Todo eso está muy bien, pero no sé si se desaprovecha para fines educativos la capacidad de ser amigos, de ser compañeros e incluso de ser cómplices. Y dado que todo lo que se memoriza finalmente se olvida, más vale enseñar procedimientos y maneras de razonar que respuestas que puedan ser copiadas.
    Todo eso nos lleva a la pregunta de lo que es verdaderamente saber. A veces es algo que tiene que ver con la memoria, a veces, con la destreza, a veces, con la recursividad. Si los estudiantes tienen que dar, todos, la misma respuesta, es fácil que haya quienes copien la del vecino. Pero ello sólo es posible en el marco de modelos que uniformizan el saber como un producto igual para todos, y eso sólo vale para lo que llamaríamos las ciencias cuantitativas. Uno y uno deben ser dos, y la suma de los ángulos interiores de un triángulo debe ser igual a dos rectos en cualquier lugar de la galaxia. Pero también es posible contrariar imaginativamente esas verdades, y el arte de la pedagogía debe ser capaz de hacerlo sin negarlas. La tesis elemental de que uno es igual a uno sólo funciona en lo abstracto. Sólo en abstracto una mesa es igual a otra mesa, una vaca igual a otra vaca, un hombre igual a otro hombre. No hay el mismo grado de verdad cuando pasamos de lo general a lo particular: un árbol es igual a otro árbol en abstracto, pero un pino no es igual a una ceiba, una flor de jacarandá no es igual a una flor de madreselva, y si pretendemos que un perro es igual a otro perro, nos veremos en dificultades para demostrar que un gran danés es igual a un chihuahua.
    Y en cuanto a los humanos, la cosa se complica tanto que las verdades de la estadística no pueden eclipsar las verdades de la psicología o de la estética. Un hombre debe ser igual a otro hombre en las oportunidades y en los derechos, pero también es importante que sea distinto. Un hombre y un hombre posiblemente sean dos hombres, pero recuerdo ahora una frase de Chesterton, llena de conocimiento del mundo y de poder simbólico. "Dicen que uno y uno son dos, decía Chesterton, pero el que ha conocido el amor y el que ha conocido la amistad sabe que uno y uno no son dos, sabe que uno y uno son mil veces uno". Cuando tenemos dos seres humanos juntos tenemos la posibilidad de que se enfrenten y se neutralicen, tenemos la posibilidad de que se alíen, tenemos la posibilidad de que cada uno de ellos transforme al otro, tenemos incluso la posibilidad de que se multipliquen. Para este fin no nos sirven las simples verdades de la aritmética ni las comunes verdades de la estadística.
    A veces la educación no está hecha para que colaboremos con los otros sino para que siempre compitamos con ellos, y nadie ignora que hay en el modelo educativo una suerte de lógica del derby, a la que sólo le interesa quién llegó primero, quién lo hizo mejor, y casi nos obliga a sentir orgullo de haber dejado atrás a los demás.(Cuando yo iba al colegio, se nos formaba en el propósito de ser los mejores del curso. Yo casi nunca lo conseguí, y tal vez hoy me sentiría avergonzado de haber hecho sentir mal a mis compañeros, ya que por cada alumno que es el primero varias decenas quedan relegados a cierta condición de inferioridad. ¿Sí será la lógica deportiva del primer lugar la más conveniente en términos sociales? Lo pregunto sobre todo porque no toda formación tiene que buscar individuos superiores, hay por lo menos un costado de la educación cuyo énfasis debería ser la convivencia y la solidaridad antes que la rivalidad y la competencia.
    Pero esto nos lleva a lo que he empezado a considerar más importante. Yo no dudo que todos aspiramos, si no a ser los mejores, por lo menos a ser excelentes en nuestros respectivos oficios. A eso se lo llama en la jerga moderna ser competentes, con lo cual ya se introduce el criterio de rivalidad como el más importante en el proceso de formación. La lógica darwiniana se ha apoderado del mundo. Se supone que así como ese diminuto espermatozoide que fuimos se abrió camino entre un millón para ser el único que lograra fecundar aquel óvulo, debemos avanzar por la vida siendo siempre el privilegiado ganador de todas las carreras. Y en este momento advierto que hasta la palabra carrera, para aludir a las disciplinas escolares, parece postular esa competencia incesante.
Jonas Torres

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  • Jonas Torres
     
    Preguntas para una nueva educación
    William Ospina
    Cada cierto tiempo circula por las redacciones de los diarios una noticia según la cual muchos jóvenes ingleses no creen que Winston Churchill haya existido, y muchos jóvenes norteamericanos piensan que Beethoven es simplemente el nombre de un perro o Miguel Angel el de un virus informático. Hace poco tuve una larga conversación con un joven de veinte años que no sabía que los humanos habían llegado a la luna, y creyó que yo lo estaba engañando con esa noticia.
    Estos hechos llaman la atención por sí mismos, pero sobre todo por la circunstancia de que pensamos que nunca en la historia hubo una humanidad mejor informada. En nuestro tiempo recibimos día y noche altas y sofisticadas dosis de información y de conocimiento: ver la televisión es asistir a una suerte de aula luminosa donde se nos trasmiten sin cesar toda suerte de datos sobre historia y geografía, ciencias naturales y tradiciones culturales; continuamente se nos enseña, se nos adiestra y se nos divierte; nunca fue, se dice, tan entretenido aprender, tan detallada la información, tan cuidadosa la explicación. Pero ¿será que ocurre con la sociedad de la información lo que decía Estanislao Zuleta de la sociedad industrial, que la caracteriza la mayor racionalidad en el detalle y la mayor irracionalidad en el conjunto?
    Podemos saberlo todo de cómo se construyó la presa de las tres gargantas en China, de cómo se hace el acero que sostiene los rascacielos de Chicago, de cómo fue el proceso de la Revolución Industrial, de cómo fue el combate de Rommel y Patton por las dunas de África. ¿Por qué a veces sentimos también que no ha habido una época tan frívola y tan ignorante como ésta, que nunca han estado las muchedumbres tan pasivamente sujetas a las manipulaciones de la información, que pocas veces hemos sabido menos del mundo?
    Nada es más omnipresente que la información, pero hay que decir que los medios tejen cotidianamente sobre el mundo algo que tendríamos que llamar "la telaraña de lo infausto". El periodismo está hecho sobre todo para contarnos lo malo que ocurre, de manera que si un hombre sale de su casa, recorre la ciudad, cumple todos sus deberes, y vuelve apaciblemente a los suyos al atardecer, eso no producirá ninguna noticia. El cubrimiento periodístico suele tender, sobre el planeta, la red fosforescente de las desdichas, y lo que menos se cuenta es lo que sale bien. Nada tendrá tanta publicidad como el crimen, tanta difusión como lo accidental, nada será más imperceptible que lo normal. En otros tiempos, la humanidad no contaba con el millón de ojos de mosca de los medios zumbando desvelados sobre las cosas, y es posible que ninguna época de la historia haya vivido tan asfixiada como esta por la acumulación de evidencias atroces sobre la condición humana. Ahora todo quiere ser espectáculo, la arquitectura quiere ser espectáculo, la caridad quiere ser espectáculo, la intimidad quiere ser espectáculo, y una parte inquietante de ese espectáculo es la caravana de las desgracias planetarias.
    Nuestro tiempo es paradójico y apasionante, y de él podemos decir lo que Oscar Wilde decía de ciertos doctores: "lo saben todo pero es lo único que saben". El periodismo no nos ha vuelto informados sino noveleros; la propia dinámica de su labor ha hecho que las cosas sólo nos interesen por su novedad: si no ocurrieron ayer sino anteayer ya no tienen la misma importancia.
    Por otra parte, la humanidad cuenta con un océano de memoria acumulada; al alcance de los dedos y de los ojos hay en los últimos tiempos un depósito universal de conocimiento, y parecería que casi cualquier dato es accesible; sin embargo tal vez nunca había sido tan voluble nuestra información, tan frágil nuestro conocimiento, tan dudosa nuestra sabiduría. Ello demuestra que no basta la información: se requiere un sistema de valores y un orden de criterios para que ese ilustre depósito de memoria universal sea algo más que una sentina de desperdicios.
    Es verdad que solemos descargar el peso de la educación en el llamado sistema escolar, olvidando el peso que en la educación tienen la familia, los medios de comunicación y los dirigentes sociales. Hoy, cuando todo lo miden sofisticados sondeos de opinión, deberíamos averiguar cuánto influyen para bien y para mal la constancia de los medios y la conducta de los líderes en el comportamiento de los ciudadanos.
    Cuenta Gibbon en la "Declinación y caída del Imperio Romano" que, cuando en Roma existía el poder absoluto, en tiempos de los emperadores, dado que en cada ser humano prima siempre un carácter, con cada emperador subía al trono una pasión que por lo general era un vicio: con Tiberio subió la perfidia, con Calígula subió la crueldad, con Claudio subió la pusilanimidad, con Nerón subió el narcismo criminal, con Galba la avaricia, con Otón la vanidad, y así se sucedían en el trono de Roma los vicios, hasta que llegó Vitelio y con él se extendió sobre Roma la enfermedad de la gula. Pero curiosamente un día llegó al trono Nerva, y con él se impuso la moderación, lo sucedió Trajano y con él ascendió la justicia, lo sucedió Adriano y con él reinó la tolerancia, llegó Antonino Pío y con él la bondad, y finalmente con Marco Aurelio gobernó la sabiduría, de modo que así como se habían sucedido los vicios, durante un siglo se sucedieron las virtudes en el trono de Roma. Tal era en aquellos tiempos, al parecer, el poder del ejemplo, el peso pedagógico de la política sobre la sociedad.
    En nuestro tiempo el poder del ejemplo lo tienen los medios de comunicación: son ellos los que crean y destruyen modelos de conducta. Pero lo que rige su interés no es necesariamente la admiración por la virtud ni el respeto por el conocimiento. No son la cordialidad de Whitman, la universalidad de Leonardo, la perplejidad de Borges, la elegante claridad de pensamiento de Oscar Wilde, la pasión de crear de Picasso o de Basquiat, o el respeto de Pierre Michon por la compleja humanidad de la gente sencilla, lo que gobierna nuestra época sino el deslumbramiento ante la astucia, la fascinación ante la extravagancia, el sometimiento ante los modelos de la fama o la opulencia. Podemos admirar la elocuencia y ciertas formas de la belleza, pero admiramos más la fuerza que la lucidez, más los ejemplos de ostentación que los ejemplos de austeridad, más los golpes bruscos de la suerte que los frutos de la paciencia o de la disciplina.
    Quiero recordar ahora unos versos de T. S. Eliot: "¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir? ¿Dónde la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información? Veinte siglos de historia humana nos alejan de Dios y nos aproximan al polvo". Es verdad que vivimos en una época que aceleradamente cambia costumbres por modas, conocimiento por información, y saberes por rumores, a tal punto que las cosas ya no existen para ser sabidas sino para ser consumidas. Hasta la información se ha convertido en un dato que se tiene y se abandona, que se consume y se deja. No sólo hay una estrategia de la provisión sino una estrategia del desgaste, pues ya se sabe que no sólo hay que usar el vaso, hay que destruirlo inmediatamente. La publicidad tiene previsto que veremos los anuncios comerciales pero también que los olvidaremos: por eso las pautas son tan abundantes. Por la lógica misma de los medios modernos, bastaría que un gran producto dejara de anunciarse, aunque tenga una tradición de medio siglo, y las ventas bajarían considerablemente.
    "Todo sucede y nada se recuerda en esos gabinetes cristalinos", dice un poema de Jorge Luis Borges que habla de los espejos. Podemos decir lo mismo de las pantallas que llenan el mundo. Y corresponderá tal vez a la psicología o a la neurología descubrir si los medios audiovisuales sí tienen esa capacidad pedagógica que se les atribuye, o si pasa con ellos lo mismo que con los sueños del amanecer, que después de habernos cautivado intensamente, se borran de la memoria con una facilidad asombrosa. Pero el propósito principal de la programación de televisión, por mucho contenido pedagógico que tenga, no es pedagógico sino comercial, y lo mismo ocurre ahora con la industria editorial: así los bienes que comercialicen sean bienes culturales, su lógica es la lógica del consumo, y por ello les interesan por igual los malos libros que los buenos, no siempre hay un criterio educativo en su trabajo. Un pésimo libro que se venda bien, a lo sumo puede ser justificado como un momento que ayudará a atenuar las pérdidas de los buenos libros que se venden mal.
    La inevitable conclusión es que las cosas demasiado gobernadas por el lucro no pueden educarnos, porque están dispuestas a ofrecernos incluso cosas que atenten contra nuestra inteligencia si el negocio se salva con ellas, del mismo modo que las industrias de alimentos y de golosinas están dispuestas a ofrecernos cosas ligeramente malsanas si el negocio lo justifica. Tendría que haber alguna instancia que nos ayude a escoger con criterio y con responsabilidad, y es entonces cuando nos volvemos hacia el sistema escolar con la esperanza de que sea allí donde actúan las fuerzas que nos ayudarán a resistir esta mala fiebre de información irresponsable, de conocimiento indigesto, de alimentos onerosos, de pasatiempos dañinos.
    A lo largo de la vida entera aprendemos, y si bien los años que vamos a la escuela son decisivos, al llegar a ella ya han ocurrido algunas cosas que serán definitivas en nuestra formación, y después de salir, toda la vida tendremos que seguir formándonos. Yo a veces hasta he llegado a pensar que no vamos a la escuela tanto a recibir conocimientos cuanto a aprender a compartir la vida con otros, a conseguir buenos amigos y buenos hábitos sociales. Suena un poco escandaloso pensar que vamos a la escuela a conseguir amigos antes que a conseguir conocimientos, y no puede decirse tan categóricamente, pero hay una anécdota que siempre me pareció valiosa. El poeta romántico Percy Bysshe Shelley, que perdió la vida por empeñarse en navegar en medio de una tormenta en la bahía de Spezia, fue siempre un hombre rebelde y solitario. Se dice que después de su muerte su mujer, Mary Wollstonecraft, llevó a los hijos de ambos a un colegio en Inglaterra, y al llegar preguntó cuáles eran los criterios de la educación en esa institución: "Aquí enseñamos a los niños a creer en sí mismos", le dijeron. "Oh, dijo ella, eso fue lo que hizo siempre su pobre padre. Yo preferiría que los enseñaran a convivir con los demás".
    A veces me pregunto si la educación que trasmite nuestro sistema educativo no es a veces demasiado competitiva, hecha para reforzar la idea de individuo que forjó y ha fortalecido la modernidad. Todo nuestro modelo de civilización reposa sobre la idea de que el hombre es la medida de todas las cosas, de que somos la especie superior de la naturaleza y que nuestro triunfo consistió precisamente en la exaltación del individuo como objetivo último de la civilización. En estos días me llamó la atención ver que las pruebas universitarias tienden a fortalecer sus instrumentos para detectar cuándo los alumnos que están presentando sus exámenes cometen el pecado de aliarse con otros para responder, y copian las respuestas. Pero tantas veces en la vida necesitamos de los otros, que pensé que también debería concederse algún valor a la capacidad de aliarse con los demás. ¿Por qué tiene que ser necesariamente un error o una transgresión que el que no sabe una respuesta busque alguien que la sepa? Conozco bien la respuesta que nos daría el profesor: en ciertos casos específicos estamos evaluando lo que el alumno ha aprendido, no lo que ha aprendido su vecino, y no podemos estimular la pereza ni la utilización oportunista del saber del otro. Todo eso está muy bien, pero no sé si se desaprovecha para fines educativos la capacidad de ser amigos, de ser compañeros e incluso de ser cómplices. Y dado que todo lo que se memoriza finalmente se olvida, más vale enseñar procedimientos y maneras de razonar que respuestas que puedan ser copiadas.
    Todo eso nos lleva a la pregunta de lo que es verdaderamente saber. A veces es algo que tiene que ver con la memoria, a veces, con la destreza, a veces, con la recursividad. Si los estudiantes tienen que dar, todos, la misma respuesta, es fácil que haya quienes copien la del vecino. Pero ello sólo es posible en el marco de modelos que uniformizan el saber como un producto igual para todos, y eso sólo vale para lo que llamaríamos las ciencias cuantitativas. Uno y uno deben ser dos, y la suma de los ángulos interiores de un triángulo debe ser igual a dos rectos en cualquier lugar de la galaxia. Pero también es posible contrariar imaginativamente esas verdades, y el arte de la pedagogía debe ser capaz de hacerlo sin negarlas. La tesis elemental de que uno es igual a uno sólo funciona en lo abstracto. Sólo en abstracto una mesa es igual a otra mesa, una vaca igual a otra vaca, un hombre igual a otro hombre. No hay el mismo grado de verdad cuando pasamos de lo general a lo particular: un árbol es igual a otro árbol en abstracto, pero un pino no es igual a una ceiba, una flor de jacarandá no es igual a una flor de madreselva, y si pretendemos que un perro es igual a otro perro, nos veremos en dificultades para demostrar que un gran danés es igual a un chihuahua.
    Y en cuanto a los humanos, la cosa se complica tanto que las verdades de la estadística no pueden eclipsar las verdades de la psicología o de la estética. Un hombre debe ser igual a otro hombre en las oportunidades y en los derechos, pero también es importante que sea distinto. Un hombre y un hombre posiblemente sean dos hombres, pero recuerdo ahora una frase de Chesterton, llena de conocimiento del mundo y de poder simbólico. "Dicen que uno y uno son dos, decía Chesterton, pero el que ha conocido el amor y el que ha conocido la amistad sabe que uno y uno no son dos, sabe que uno y uno son mil veces uno". Cuando tenemos dos seres humanos juntos tenemos la posibilidad de que se enfrenten y se neutralicen, tenemos la posibilidad de que se alíen, tenemos la posibilidad de que cada uno de ellos transforme al otro, tenemos incluso la posibilidad de que se multipliquen. Para este fin no nos sirven las simples verdades de la aritmética ni las comunes verdades de la estadística.
    A veces la educación no está hecha para que colaboremos con los otros sino para que siempre compitamos con ellos, y nadie ignora que hay en el modelo educativo una suerte de lógica del derby, a la que sólo le interesa quién llegó primero, quién lo hizo mejor, y casi nos obliga a sentir orgullo de haber dejado atrás a los demás.(Cuando yo iba al colegio, se nos formaba en el propósito de ser los mejores del curso. Yo casi nunca lo conseguí, y tal vez hoy me sentiría avergonzado de haber hecho sentir mal a mis compañeros, ya que por cada alumno que es el primero varias decenas quedan relegados a cierta condición de inferioridad. ¿Sí será la lógica deportiva del primer lugar la más conveniente en términos sociales? Lo pregunto sobre todo porque no toda formación tiene que buscar individuos superiores, hay por lo menos un costado de la educación cuyo énfasis debería ser la convivencia y la solidaridad antes que la rivalidad y la competencia.
    Pero esto nos lleva a lo que he empezado a considerar más importante. Yo no dudo que todos aspiramos, si no a ser los mejores, por lo menos a ser excelentes en nuestros respectivos oficios. A eso se lo llama en la jerga moderna ser competentes, con lo cual ya se introduce el criterio de rivalidad como el más importante en el proceso de formación. La lógica darwiniana se ha apoderado del mundo. Se supone que así como ese diminuto espermatozoide que fuimos se abrió camino entre un millón para ser el único que lograra fecundar aquel óvulo, debemos avanzar por la vida siendo siempre el privilegiado ganador de todas las carreras. Y en este momento advierto que hasta la palabra carrera, para aludir a las disciplinas escolares, parece postular esa competencia incesante.
Jonas Torres

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    Preguntas para una nueva educación
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    Cada cierto tiempo circula por las redacciones de los diarios una noticia según la cual muchos jóvenes ingleses no creen que Winston Churchill haya existido, y muchos jóvenes norteamericanos piensan que Beethoven es simplemente el nombre de un perro o Miguel Angel el de un virus informático. Hace poco tuve una larga conversación con un joven de veinte años que no sabía que los humanos habían llegado a la luna, y creyó que yo lo estaba engañando con esa noticia.
    Estos hechos llaman la atención por sí mismos, pero sobre todo por la circunstancia de que pensamos que nunca en la historia hubo una humanidad mejor informada. En nuestro tiempo recibimos día y noche altas y sofisticadas dosis de información y de conocimiento: ver la televisión es asistir a una suerte de aula luminosa donde se nos trasmiten sin cesar toda suerte de datos sobre historia y geografía, ciencias naturales y tradiciones culturales; continuamente se nos enseña, se nos adiestra y se nos divierte; nunca fue, se dice, tan entretenido aprender, tan detallada la información, tan cuidadosa la explicación. Pero ¿será que ocurre con la sociedad de la información lo que decía Estanislao Zuleta de la sociedad industrial, que la caracteriza la mayor racionalidad en el detalle y la mayor irracionalidad en el conjunto?
    Podemos saberlo todo de cómo se construyó la presa de las tres gargantas en China, de cómo se hace el acero que sostiene los rascacielos de Chicago, de cómo fue el proceso de la Revolución Industrial, de cómo fue el combate de Rommel y Patton por las dunas de África. ¿Por qué a veces sentimos también que no ha habido una época tan frívola y tan ignorante como ésta, que nunca han estado las muchedumbres tan pasivamente sujetas a las manipulaciones de la información, que pocas veces hemos sabido menos del mundo?
    Nada es más omnipresente que la información, pero hay que decir que los medios tejen cotidianamente sobre el mundo algo que tendríamos que llamar "la telaraña de lo infausto". El periodismo está hecho sobre todo para contarnos lo malo que ocurre, de manera que si un hombre sale de su casa, recorre la ciudad, cumple todos sus deberes, y vuelve apaciblemente a los suyos al atardecer, eso no producirá ninguna noticia. El cubrimiento periodístico suele tender, sobre el planeta, la red fosforescente de las desdichas, y lo que menos se cuenta es lo que sale bien. Nada tendrá tanta publicidad como el crimen, tanta difusión como lo accidental, nada será más imperceptible que lo normal. En otros tiempos, la humanidad no contaba con el millón de ojos de mosca de los medios zumbando desvelados sobre las cosas, y es posible que ninguna época de la historia haya vivido tan asfixiada como esta por la acumulación de evidencias atroces sobre la condición humana. Ahora todo quiere ser espectáculo, la arquitectura quiere ser espectáculo, la caridad quiere ser espectáculo, la intimidad quiere ser espectáculo, y una parte inquietante de ese espectáculo es la caravana de las desgracias planetarias.
    Nuestro tiempo es paradójico y apasionante, y de él podemos decir lo que Oscar Wilde decía de ciertos doctores: "lo saben todo pero es lo único que saben". El periodismo no nos ha vuelto informados sino noveleros; la propia dinámica de su labor ha hecho que las cosas sólo nos interesen por su novedad: si no ocurrieron ayer sino anteayer ya no tienen la misma importancia.
    Por otra parte, la humanidad cuenta con un océano de memoria acumulada; al alcance de los dedos y de los ojos hay en los últimos tiempos un depósito universal de conocimiento, y parecería que casi cualquier dato es accesible; sin embargo tal vez nunca había sido tan voluble nuestra información, tan frágil nuestro conocimiento, tan dudosa nuestra sabiduría. Ello demuestra que no basta la información: se requiere un sistema de valores y un orden de criterios para que ese ilustre depósito de memoria universal sea algo más que una sentina de desperdicios.
    Es verdad que solemos descargar el peso de la educación en el llamado sistema escolar, olvidando el peso que en la educación tienen la familia, los medios de comunicación y los dirigentes sociales. Hoy, cuando todo lo miden sofisticados sondeos de opinión, deberíamos averiguar cuánto influyen para bien y para mal la constancia de los medios y la conducta de los líderes en el comportamiento de los ciudadanos.
    Cuenta Gibbon en la "Declinación y caída del Imperio Romano" que, cuando en Roma existía el poder absoluto, en tiempos de los emperadores, dado que en cada ser humano prima siempre un carácter, con cada emperador subía al trono una pasión que por lo general era un vicio: con Tiberio subió la perfidia, con Calígula subió la crueldad, con Claudio subió la pusilanimidad, con Nerón subió el narcismo criminal, con Galba la avaricia, con Otón la vanidad, y así se sucedían en el trono de Roma los vicios, hasta que llegó Vitelio y con él se extendió sobre Roma la enfermedad de la gula. Pero curiosamente un día llegó al trono Nerva, y con él se impuso la moderación, lo sucedió Trajano y con él ascendió la justicia, lo sucedió Adriano y con él reinó la tolerancia, llegó Antonino Pío y con él la bondad, y finalmente con Marco Aurelio gobernó la sabiduría, de modo que así como se habían sucedido los vicios, durante un siglo se sucedieron las virtudes en el trono de Roma. Tal era en aquellos tiempos, al parecer, el poder del ejemplo, el peso pedagógico de la política sobre la sociedad.
    En nuestro tiempo el poder del ejemplo lo tienen los medios de comunicación: son ellos los que crean y destruyen modelos de conducta. Pero lo que rige su interés no es necesariamente la admiración por la virtud ni el respeto por el conocimiento. No son la cordialidad de Whitman, la universalidad de Leonardo, la perplejidad de Borges, la elegante claridad de pensamiento de Oscar Wilde, la pasión de crear de Picasso o de Basquiat, o el respeto de Pierre Michon por la compleja humanidad de la gente sencilla, lo que gobierna nuestra época sino el deslumbramiento ante la astucia, la fascinación ante la extravagancia, el sometimiento ante los modelos de la fama o la opulencia. Podemos admirar la elocuencia y ciertas formas de la belleza, pero admiramos más la fuerza que la lucidez, más los ejemplos de ostentación que los ejemplos de austeridad, más los golpes bruscos de la suerte que los frutos de la paciencia o de la disciplina.
    Quiero recordar ahora unos versos de T. S. Eliot: "¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir? ¿Dónde la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información? Veinte siglos de historia humana nos alejan de Dios y nos aproximan al polvo". Es verdad que vivimos en una época que aceleradamente cambia costumbres por modas, conocimiento por información, y saberes por rumores, a tal punto que las cosas ya no existen para ser sabidas sino para ser consumidas. Hasta la información se ha convertido en un dato que se tiene y se abandona, que se consume y se deja. No sólo hay una estrategia de la provisión sino una estrategia del desgaste, pues ya se sabe que no sólo hay que usar el vaso, hay que destruirlo inmediatamente. La publicidad tiene previsto que veremos los anuncios comerciales pero también que los olvidaremos: por eso las pautas son tan abundantes. Por la lógica misma de los medios modernos, bastaría que un gran producto dejara de anunciarse, aunque tenga una tradición de medio siglo, y las ventas bajarían considerablemente.
    "Todo sucede y nada se recuerda en esos gabinetes cristalinos", dice un poema de Jorge Luis Borges que habla de los espejos. Podemos decir lo mismo de las pantallas que llenan el mundo. Y corresponderá tal vez a la psicología o a la neurología descubrir si los medios audiovisuales sí tienen esa capacidad pedagógica que se les atribuye, o si pasa con ellos lo mismo que con los sueños del amanecer, que después de habernos cautivado intensamente, se borran de la memoria con una facilidad asombrosa. Pero el propósito principal de la programación de televisión, por mucho contenido pedagógico que tenga, no es pedagógico sino comercial, y lo mismo ocurre ahora con la industria editorial: así los bienes que comercialicen sean bienes culturales, su lógica es la lógica del consumo, y por ello les interesan por igual los malos libros que los buenos, no siempre hay un criterio educativo en su trabajo. Un pésimo libro que se venda bien, a lo sumo puede ser justificado como un momento que ayudará a atenuar las pérdidas de los buenos libros que se venden mal.
    La inevitable conclusión es que las cosas demasiado gobernadas por el lucro no pueden educarnos, porque están dispuestas a ofrecernos incluso cosas que atenten contra nuestra inteligencia si el negocio se salva con ellas, del mismo modo que las industrias de alimentos y de golosinas están dispuestas a ofrecernos cosas ligeramente malsanas si el negocio lo justifica. Tendría que haber alguna instancia que nos ayude a escoger con criterio y con responsabilidad, y es entonces cuando nos volvemos hacia el sistema escolar con la esperanza de que sea allí donde actúan las fuerzas que nos ayudarán a resistir esta mala fiebre de información irresponsable, de conocimiento indigesto, de alimentos onerosos, de pasatiempos dañinos.
    A lo largo de la vida entera aprendemos, y si bien los años que vamos a la escuela son decisivos, al llegar a ella ya han ocurrido algunas cosas que serán definitivas en nuestra formación, y después de salir, toda la vida tendremos que seguir formándonos. Yo a veces hasta he llegado a pensar que no vamos a la escuela tanto a recibir conocimientos cuanto a aprender a compartir la vida con otros, a conseguir buenos amigos y buenos hábitos sociales. Suena un poco escandaloso pensar que vamos a la escuela a conseguir amigos antes que a conseguir conocimientos, y no puede decirse tan categóricamente, pero hay una anécdota que siempre me pareció valiosa. El poeta romántico Percy Bysshe Shelley, que perdió la vida por empeñarse en navegar en medio de una tormenta en la bahía de Spezia, fue siempre un hombre rebelde y solitario. Se dice que después de su muerte su mujer, Mary Wollstonecraft, llevó a los hijos de ambos a un colegio en Inglaterra, y al llegar preguntó cuáles eran los criterios de la educación en esa institución: "Aquí enseñamos a los niños a creer en sí mismos", le dijeron. "Oh, dijo ella, eso fue lo que hizo siempre su pobre padre. Yo preferiría que los enseñaran a convivir con los demás".
    A veces me pregunto si la educación que trasmite nuestro sistema educativo no es a veces demasiado competitiva, hecha para reforzar la idea de individuo que forjó y ha fortalecido la modernidad. Todo nuestro modelo de civilización reposa sobre la idea de que el hombre es la medida de todas las cosas, de que somos la especie superior de la naturaleza y que nuestro triunfo consistió precisamente en la exaltación del individuo como objetivo último de la civilización. En estos días me llamó la atención ver que las pruebas universitarias tienden a fortalecer sus instrumentos para detectar cuándo los alumnos que están presentando sus exámenes cometen el pecado de aliarse con otros para responder, y copian las respuestas. Pero tantas veces en la vida necesitamos de los otros, que pensé que también debería concederse algún valor a la capacidad de aliarse con los demás. ¿Por qué tiene que ser necesariamente un error o una transgresión que el que no sabe una respuesta busque alguien que la sepa? Conozco bien la respuesta que nos daría el profesor: en ciertos casos específicos estamos evaluando lo que el alumno ha aprendido, no lo que ha aprendido su vecino, y no podemos estimular la pereza ni la utilización oportunista del saber del otro. Todo eso está muy bien, pero no sé si se desaprovecha para fines educativos la capacidad de ser amigos, de ser compañeros e incluso de ser cómplices. Y dado que todo lo que se memoriza finalmente se olvida, más vale enseñar procedimientos y maneras de razonar que respuestas que puedan ser copiadas.
    Todo eso nos lleva a la pregunta de lo que es verdaderamente saber. A veces es algo que tiene que ver con la memoria, a veces, con la destreza, a veces, con la recursividad. Si los estudiantes tienen que dar, todos, la misma respuesta, es fácil que haya quienes copien la del vecino. Pero ello sólo es posible en el marco de modelos que uniformizan el saber como un producto igual para todos, y eso sólo vale para lo que llamaríamos las ciencias cuantitativas. Uno y uno deben ser dos, y la suma de los ángulos interiores de un triángulo debe ser igual a dos rectos en cualquier lugar de la galaxia. Pero también es posible contrariar imaginativamente esas verdades, y el arte de la pedagogía debe ser capaz de hacerlo sin negarlas. La tesis elemental de que uno es igual a uno sólo funciona en lo abstracto. Sólo en abstracto una mesa es igual a otra mesa, una vaca igual a otra vaca, un hombre igual a otro hombre. No hay el mismo grado de verdad cuando pasamos de lo general a lo particular: un árbol es igual a otro árbol en abstracto, pero un pino no es igual a una ceiba, una flor de jacarandá no es igual a una flor de madreselva, y si pretendemos que un perro es igual a otro perro, nos veremos en dificultades para demostrar que un gran danés es igual a un chihuahua.
    Y en cuanto a los humanos, la cosa se complica tanto que las verdades de la estadística no pueden eclipsar las verdades de la psicología o de la estética. Un hombre debe ser igual a otro hombre en las oportunidades y en los derechos, pero también es importante que sea distinto. Un hombre y un hombre posiblemente sean dos hombres, pero recuerdo ahora una frase de Chesterton, llena de conocimiento del mundo y de poder simbólico. "Dicen que uno y uno son dos, decía Chesterton, pero el que ha conocido el amor y el que ha conocido la amistad sabe que uno y uno no son dos, sabe que uno y uno son mil veces uno". Cuando tenemos dos seres humanos juntos tenemos la posibilidad de que se enfrenten y se neutralicen, tenemos la posibilidad de que se alíen, tenemos la posibilidad de que cada uno de ellos transforme al otro, tenemos incluso la posibilidad de que se multipliquen. Para este fin no nos sirven las simples verdades de la aritmética ni las comunes verdades de la estadística.
    A veces la educación no está hecha para que colaboremos con los otros sino para que siempre compitamos con ellos, y nadie ignora que hay en el modelo educativo una suerte de lógica del derby, a la que sólo le interesa quién llegó primero, quién lo hizo mejor, y casi nos obliga a sentir orgullo de haber dejado atrás a los demás.(Cuando yo iba al colegio, se nos formaba en el propósito de ser los mejores del curso. Yo casi nunca lo conseguí, y tal vez hoy me sentiría avergonzado de haber hecho sentir mal a mis compañeros, ya que por cada alumno que es el primero varias decenas quedan relegados a cierta condición de inferioridad. ¿Sí será la lógica deportiva del primer lugar la más conveniente en términos sociales? Lo pregunto sobre todo porque no toda formación tiene que buscar individuos superiores, hay por lo menos un costado de la educación cuyo énfasis debería ser la convivencia y la solidaridad antes que la rivalidad y la competencia.
    Pero esto nos lleva a lo que he empezado a considerar más importante. Yo no dudo que todos aspiramos, si no a ser los mejores, por lo menos a ser excelentes en nuestros respectivos oficios. A eso se lo llama en la jerga moderna ser competentes, con lo cual ya se introduce el criterio de rivalidad como el más importante en el proceso de formación. La lógica darwiniana se ha apoderado del mundo. Se supone que así como ese diminuto espermatozoide que fuimos se abrió camino entre un millón para ser el único que lograra fecundar aquel óvulo, debemos avanzar por la vida siendo siempre el privilegiado ganador de todas las carreras. Y en este momento advierto que hasta la palabra carrera, para aludir a las disciplinas escolares, parece postular esa competencia incesante.
Jonas Torres

FILTRAR PARA CONCENTRAR LA INFORMACIÓN - 0 views

started by Jonas Torres on 27 Jan 14 no follow-up yet
  • Jonas Torres
     
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Jonas Torres

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started by Jonas Torres on 26 Jan 14 no follow-up yet
  • Jonas Torres
     
    Creo que hay tantos hilos que nos pueden conectar y si no tenemos cuidado en ubicar su utilidad, nos pueden terminar enredando a los que iniciamos con la gention de nuestro PLE.
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