aplicaciones instaladas en ordenadores de sobremesa, brutalmente sobredimensionadas y capaces de hacer muchísimas más cosas de las que ningún empleado de la compañía podría llegar a querer hacer jamás, pensar en un futuro de aplicaciones minimalistas residentes en la red y accesibles desde cualquier sitio resulta casi un anatema. Hasta que se empieza a probar: ¿qué sentido tiene poner en manos de cada empleado una licencia con un coste de varios cientos de dólares para que pueda maquetar documentos de la manera más sofisticada posible, cuando lo único que necesitamos es que escriba y comparta fácilmente lo que escribe con quienes trabajan con él? Así, las empresas que prueban aplicaciones de este tipo se encuentran de repente con niveles de productividad y satisfacción sorprendentes, y con esquemas de trabajo que pasan a tener mucha más lógica cuanto más se utilizan.