La
iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que
se desprendía de los altares para llenar sus ámbitos, chispeaba en los ricos
joyeles de las damas que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que
tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de las dueñas, vinieron
a formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio. Junto a
aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de oro, dejando
entrever con estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una mano
el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices, la otra sobre los bruñidos gavilanes
del estoque o acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros veinticuatros,
con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana, parecían formar un muro,
destinado a defender a sus hijas y a sus esposas del contacto de la plebe.